Muy
de mañana Blas se despertó. Había dormido como un tronco, como
hacía años que no dormía.
Se sentó en la cama para terminar de
despertarse y cuando quiso ponerse en pie, un cubo de madera mal
colocado que colgaba a un lado golpeo su enorme chichón.
El dolor
fue tan contundente y la rabia tan grande, que corrió fuera de casa a meter su cabeza por
completo dentro del agua helada de un tonel y se mantuvo sin respirar largos segundos.
Cuando
le faltó el aire la sacó. Comenzó a reírse de sí mismo al punto
que sus padres creyeron que el chichón le había hecho perder la razón.
Se vistió y cabalgó veloz sobre un caballo hacia Chistén. Pidió
con vehemencia ver al rey. Pero Moreras, dedicado a la literatura
había perdido toda esperanza y no quiso recibirlo.
Blas entonces derribó a los guardias y intentó entrar por la fuerza donde Moreras. El rey, atraído por el jaleo, los golpes y los gritos, hizo acto de presencia.
Blas estaba en el suelo aprisionado por la guardia cuando el rey le preguntó el motivo de tanto alboroto para enfrentar a su guardia
personal.
-
Conozco la forma de liberar a la princesa Puya de su hechizo - expuso
el siervo.
- Y por qué crees que voy a creerte? - le espetó el
rey.
- Porque yo era el prometido de la princesa Puya cuando
le ocurrió lo del hechizo de Petris Andera y las fiebres. No me la encontré por
casualidad. Venía a verme al puente de piedra y pasamos mucho
tiempo juntos en el refugio de las bordas.
El
rey comprendió enseguida por qué en esos tiempos su hija pidió ser
tratada como una adulta eligiendo a sus sirvientes de confianza.
Pensó y pensó hasta que se le iluminó el rostro y hizo que lo soltaran. Pidió de inmediato un
caballo para ir con Blas a romper el hechizo.
Por primera vez en cincuenta años el rey sonreía llenó de esperanza. Le vistieron raudo y cabalgó con Blas a su lado hasta el desfiladero del Valle de Gistaín.
Llegaron y Blas se acercó al musgo del río mientras la guardia real se mantenían a prudente distancia. El rey se arrodilló en silencio a escasos metros del muchacho para ver lo que ocurría.
Arrodillado sobre el musgo, Blas colocó las manos cóncavas dentro del agua del río.
Al principio no se movió nada. Entonces Blas recogió agua en sus manos y refrescó su rostro, volviendo a colocar sus manos cóncavas dentro del río.
Enseguida hubo movimientos. Pasó de repente el pez enorme que cayó encima del niño en el puente de piedra. Asustó a Blas que no se lo esperaba. Pero lo reconoció y volvió a meter sus manos en el río.
La corriente removió el lodo y desenterró los trozos del espejo que brillaban ahora a la luz del Sol.
Nunca se habían movido de donde cayeron tras romperse con las rocas y los peces comenzaron a cogerlos y ponerlos en las manos de Blas.
Las manos de Blas se llenaban de trozos del espejo que iba colocando sobre el musgo según creía para reconstruir el espejo.
Si no se unían es porque no correspondian las partes. Así fue juntando partes durante horas el paciente y tranquilo Blas.
Poco a poco los peces seguían trayéndole piezas del espejo y él seguía su reconstrucción según iban coincidiendo.
Al final volvió a aparecer el pez enorme que el niño y él devolvieron al agua en el puente de piedra y le puso en sus manos la pieza más importante del espejo: el mango cuya madera no se había erosionado ni un ápice durante cinco décadas.
El chico pasó a poner las piezas sobre la madera según iban soldando por sí solas por arte de magia.
Cuando terminó se miró en el espejo pero no pasó nada.
Nervioso, Blas optó por meter sus manos cóncavas en el agua y refrescarse el rostro varias veces observando que el rey hizo ademán de levantase de su reposo llorando enfurecido, decepcionado, maldiciendo.
Pero el chico, valiente, lo miró muy asustado pensando que le cortaría la cabeza con su espada. Y con todo, le ordenó al rey que no se moviese ni un pelo de su sitio porque lo echaría el mismo al fondo del río.
El brillo del Sol en el espejo marcó dos piezas erróneas que no devolvían la imagen a Blas a pesar que aparentaban haberse soldado.
Blas las cambió de sitio con precisión certera y se asomó al espejo para admirar su imagen.
Un rayo cegador devolvió a una anciana arrugada, una loca que llevaba muchos años prisionera dentro del espejo.
Una vieja vestida con harapos sucios, mugrientos, dolorida, que tosía quejándose de la humedad de muchos años en el lecho del río.
Así era la persona que había devuelto el espejo. Sin embargo Blas la reconoció enseguida y la abrazó muy fuerte.
El rey se había quedado sin habla. No sabía qué decir ante aquella visión. No reaccionó hasta que su jefe de seguridad y gran confidente, Pereras, el compañero de fatigas comandante de la guardia real, se le acercó y le detalló.
"Que han pasado cincuenta años, ninguno hemos envejecido. Tal y como dicen los druidas, cabe admitir que su hija la princesa Puya, sigue bajo el hechizo de Petris Andera, y el tiempo la ha devuelto cincuenta años más vieja que cualquiera de nosotros."
El rey mirando a la vieja loca, observó a su hija convertida en piel reseca, vieja y quejisa de los años prisionera dentro del espejo. Se acercó desconfiado y supo que era su hija. Le resbalaron lágrimas mientras caía rendido a sus pies dando gracias al cielo por haberla recuperado.
En ese momento un niño pasó jugando con una honda, voleó una buena piedra y le pegó tal pedrada en la cabeza a la vieja que la tiró al suelo. Del chichón tan grande que le salió, Puya recuperó la voz: "Ay, cómo duele!. Me ha hecho daño!".
Y el niño se reía diciendo "Habrá que esperar diez días" y cada vez que se reía lo volvía a repetir otra vez.
El rey se alzó furioso: "¡Cojan a ese desgraciado!… Lo voy a reventar!".
El niño volvió a cargar la honda, la voleó y volvió a pegarle tal pedrada a la vieja que la volvió a tumbar. Puya por momentos estaba rejuveneciendo, dejando de ser vieja.
Moreras intentó coger al niño pero de forma milagrosa se le escurría una y otra vez.
Blas sin embargo no paraba de reír. Abrazaba a la princesa Puya observando cómo se volvía más joven rápidamente.
La guardia real entretanto intentaba pillar al niño persiguiéndolo. Blas sabía que nunca lo atraparían. A lo lejos se oía, "Habrá que esperar diez días", y se reía una y otra vez.
Cuando el rey Moreras volvió a mirar a Puya, vio a su hija tal y como la perdió cincuenta años atrás.
Chistau
Qué ansioso me encuentro,
en tu montaña viviendo.
Qué gozos contemplo,
sobre tu verde, en tus selvas,
lo que de ti no entiendo.
Brumosas nubes
entenebran tus cumbres,
y qué largos y sinuosos
dicen de tus ríos,
y de sueños de juventud,
y de camino, de viejo camino.
Qué fríos los inviernos
de crudos olvidos!.
FIN DE LA HISTORIA