Lug Albert, el dios supremo, intervino por fin en el destino del Reino de Chistén. Pretendía acercarse a Blas para que recuperara su amor por la princesa Puya en el ahora cerrado Valle de Chistau.
Habían transcurrido cincuenta años desde aquel dramático día que la princesa Puya se admirara en aquel espejo maligno cuyos trozos esconde el río Cinquēta.
Los pobladores del valle no han envejecido y viven con el mismo aspecto que tenían cinco décadas atrás. El dios Lug Albert había protegido a los habitantes del valle de la erosión del tiempo y de las vicisitudes, de los cambios del clima por la retirada del mar Intermedio y del sufrimiento por los llantos de la princesa, atrapada en los trozos de aquel espejo ocultos en el lodo.
Desde aquel entonces, Blas vivió roto por el dolor de la pérdida. Los largos inviernos permanecía en el pequeño refugio de sus bordas pensando en la forma de encontrar una solución para rescatar a su amada Puya del río. Pero nunca encontró ni el más pequeño trozo de aquel espejo por mucho que buscó en los lodos.
El edificio de madera que otrora hizo construir el rey Moreras al lado de su casa, con el advenimiento de las montañas, se encontraba ahora de frente, justo a treinta pasos de la puerta de su casa.
No hubo día durante estos cincuenta años que al salir por la puerta en las mañanas no contara los pasos entre su casa y la empalizada que hizo construir el rey alrededor de lo que ahora era un cuadra para el ganado, donde vacas y ovejas comparten el amplio recinto.
Un día vio un niño que no recordaba haberlo visto nunca, deambulando cerca del pequeño puente de piedra. Se acercó por curiosidad y observó que pescaba peces con un hilo muy fino de color verdoso que se confundía con el agua. Le había colocado un objeto redondo y brillante que atraía a los peces y quedaban enganchados.